LA BIBLIOTECA
Impulsada por el afán de saber, la Gumersinda decide viajar a la ciudad. El profesor de Geografía en uno de sus encuentros, en donde se mezclaban la orografía de nuestro país con los relieves de la alumna, le reveló la existencia de la Biblioteca Argentina. Un lugar en donde iba a encontrar respuestas a sus interrogantes.
Por supuestos que Férmín contribuyó una vez a la causa quedándose con la custodia, alimentación e higiene de los gurises, mientras su erudita esposa compraba los pasajes y partía para Rosario .Digo los, porque para no perder el tiempo había invitado al Rubio Flores, según su decir, para no sentirse tan sola.
Ambos partieron para Rosario matizando el viaje con arrumacos, mate y otras vituallas. Los ojos pícaros de esta pueblerina se convirtieron en dos platos negros, así de abiertos y redondos, y así de grandes, como su asombro. Era la primer pisada a la ciudad y no podía creer lo que veía, oía y sentía.
Habían llegado a las once y treinta, así que antes de responder al llamado de sus tripas buscaron un hotel cerca de la terminal para tener un lugar de base y además poder dormir la siesta , por supuesto. Una vez que lo consiguieron, acomodaron su escaso equipaje y fueron en busca del almuerzo.
La Gumersinda era feliz y su dicha sería completa cuando atravesara la puerta de la biblioteca. Esta idea la desvelaba hacia un tiempo porque su imaginación no alcanzaba a visualizarla. Era como un sueño imposible que existiese un lugar cuyas paredes estuviesen forradas por cientos y miles de libros. Además que se los prestaran a cualquiera para leerlos allí o llevárselos a casa era demasiado. Pero su dicha terminó tan rápido como la huida de las gitanas que hábilmente le sustrajeron el dinero a la Gumersinda. Todo sucedió en pocos segundos, ya que ni ella ni su acompañante notaron que ágiles e invisibles dedos se metieron en el bolsillo del pantalón del Rubio Flores y en su cartera justo en el momento en que se disponían apagar la cuenta.
Desde ya que esto no conmovió al dueño del local quien ofreciéndoles sendos pares de guantes convidó a la pareja a lavar la vajilla sucia que se encontraba en la cocina durante el tiempo que el consideraba que estaba saldada la cuenta.
No era un buen comienzo para nuestra querida amiga que terminó con la tarea sin tomar conciencia de lo que le estaba pasando. Llegaron al hotel agotados y sin intercambios de ningún tipo se durmieron hasta el atardecer. Cuando el Rubio se despertó, desconcertado y apurado sacudió a su amiga, porque se aproximaba el horario de salida del colectivo que los llevaba de vuelta al pueblo. La muchacha se incorporó insultando a las gitanas. No se resignaba a partir sin antes haber ido a la biblioteca. Los pasajes se habían salvado porque el rubio Flores los tenía en el bolsillo de su camisa, el hotel había sido pagado de antemano pero, para ir al centro tenían que ir caminando y se alejaban de la terminal, estando ya próximos a partir. La dama no entendía razones y se marchó del lugar apelando a las palabras más feas del diccionario. Enfiló para el centro, Flores la seguía a pocos metros y a medida que iba avanzando notaba que cada vez más gente los miraba y algunos seguían interesados a esa morocha provocativa que , profiriendo gritos y amenazas sacudía la inercia de un día que hasta el momento había sido rutinario.
Al llegar a la Biblioteca una pequeña comitiva había rodeado a los dos pueblerinos, curiosos por saber que relación tendría esa mujer con los libros que la esperaban allí. Ella, sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor se persignó al entrar, avanzó hacia la sala de lectura y en un estado de estupor comenzó a caminar pegada a los estantes, levantó su brazo izquierdo a la altura de la primera fila de libros y con la yema de los dedos fue acariciando uno a uno sus lomos con una pasión que solo conocían sus ocasionales amantes.
El rubio todavía seguía allí, a poca distancia, observando sin entender y al bajar la vista hacia su reloj se percató que el tiempo terminaba. Arrancó de un brazo, en un último intento, a su extasiada compañera y después de lograr un traslado gratuito a la terminal, consiguió abordar el ómnibus que casi se escapa.
La Gumersinda no habló durante el viaje y con los ojos cerrados trató de evocar sólo los momentos felices transcurridos en la víspera. En realidad, esto era una costumbre en ella, un mecanismo de defensa que la protegía y preservaba su carácter. Por eso siempre estaba de buen humor. Su mente funcionaba con simpleza. Su agitada vida amorosa era, según su pensamiento, una reparto de amor a la humanidad entera, sin los pruritos que la cultura podría haberle implantado. Ella era lineal, sin recovecos, y esta experiencia no le haría mella.
Aún con los ojos cerrados, podía ver los libros apretados en interminables estantes, imaginar toda la información que existiría en ellos y se prometió a sí misma volver.
El ómnibus le iba acercando los campos rayados con cuadros marrones, verdeamarillos y colorados, tierra estampada que la noche oscurecía.
Las dos figuras se deslizaron por las calles desiertas. Paredes desnudas de casas viejas como la memoria, los vieron pasar.
Ya en su cama, la Gumersinda no pudo dormir. Se levantó silenciosa para no despertar a Fermín y después de besar a sus hijos se instaló en la cocina, donde los mates acompañaron sus cavilaciones.