1.20.2006

LA GUMERSINDA

La Gumersinda sabía que le podía pasar en cualquier momento. El apodo de pasto seco no se lo habían puesto porque sí nomás.
Ella ardía con lluvia, con sol, con el viajante de turno, con el muchacho del bar de la plaza y con una lista interminable de atizadores del fuego.
Es que era muy querendona. Siempre andaba escurriéndose en la siesta debajo de algún tractor o dorándose con el atardecer en algún maizal vecino.
Al final le pasó. La vergüenza nacería para el verano y había que encontrarle un padre.
Y esa sí que era cosa difícil. Todos los varones del pueblo se habían calentado en la pollera de la Gumersinda, pero de ahí a hacerse cargo de la aventura...
Don Joaquín, el de la oficina postal, solía tener fama de hombre pensante, y a él fueron a consultar. Así la idea surgió enseguida. Era una idea brillante, segura, que no podía fallar. El candidato sería Fermín, el sordomudo. ¡Sí! Aquel pobre infeliz que sobrevivía en el campo de los Menendez. Ese, que de día atendía los animales y a la noche dormía acurrucado en un rincón del granero. El candidato justo, como no escuchaba y no hablaba, nadie tendría nada que decir.
Sucedió todo muy rápido. El casorio se organizó en un santiamén. Las viejas modistas cosieron el vestido que mostraba una blancura que Gumersinda no acostumbraba llevar. Se enviaron las participaciones, se habló al cura, se improvisaron padrinos. Se separaron los mejores lechones y cincuenta gallinas se sumaron al sacrificio. A todo esto el sordo Fermín seguía sin decir una palabra. ¿ Total que podía decir el pobre infeliz?
Así fue pasando el tiempo, se había salvado el honor, se le había dado padre a un hijo y la Gumersinda seguía calentando las siestas de los paisanos.
Cuando nació el muchachito ni siquiera el chirlo de la partera le arrancó un grito. Tampoco los motores de las máquinas llamaban su atención y los gestos fueron remplazando a las palabras. Es que el hijo de la Gumersinda y el sordo Fermín nunca pudo decir ni "A".